Seguía sin existir en su rostro la menor señal de reconocimiento, pero había algo más. Había una especie de ilimitada bendición y serenidad. Ella irradiaba una paz que transmitía serenidad, y un amor incondicional que hizo que inhalara profundamente y cerrara los ojos. Podía sentirlo igual que la luz del sol sobre la cara, como el océano en los oídos. Tras un momento advirtió que corría el peligro de echarse a llorar ante aquella auténtica sensación de bondad, una palabra que apenas se usaba en la actualidad. Algunas cosas todavía podían ser simple e inalcanzablemente buenas.